sábado, 6 de octubre de 2007

UN HILITO DE SANGRE


Alaridos


Por: Eusebio Ruvalcava


1) Hoy en la noche quiero ser tu puta, dices. Entonces reviso mi cartera. Te cito en un bar, cualquier bar, da lo mismo. Te cito en un bar, nos tomamos tres o cuatro rones y nos vamos al hotel. Te desnudas para mí. Así t desnudas para todos. Te desnudas y te monto. O me montas. Es igual. Cuando te vas abro tu bolso y pongo un billete. Lo que se le paga a una puta de esquina. Para ti es suficiente. Te vas feliz. No sabía que escribías libros, dices, con un libro mío en la mano.
2) Esta mañana llevé mis zapatos a reparar. No sabía si hacerlo o no, lo dude mucho. Horas. Los miraba y los miraba. Sé que el hecho de cambiarles las suelas no significa un carajo. Pero. Las suelas estaban partidas por la mitad. Lo dudé mucho porque la resolución la tome anoche. No había más que dos mesas ocupadas, la mía y la de un hombre y una mujer concentrados en su trago. Me parece que bebían anís. He tomado un millón de decisiones en circunstancias semejantes y siempre he salido mal librado. Le dije a mi madre lo que pensaba de ella. Escribí una novela. Le dediqué un libro a un amigo abandonado. Llamé por teléfono a otro para insultarlo. Por eso desconfié tanto de mi resolución. Estoy seguro de que mis zapatos aguantan más, hasta que las suelas se sigan a pedazos. Estoy seguro de que podría morir con ellos. Viajo con tanta rotura que una más no va a matarme. Pero tuve la corazonada.
3) Todas las que se han ido, todas las que me han dejado a la mitad de un orgasmo. Todas las que no me han querido cobrar (¿Podría un hombre aspirar a más?). Esas mujeres, las que aman –y que esperan que el día de mañana suene el teléfono, sea yo el del otro lado de la línea y les diga que las amo y las que me aman. Las que resisten lo que le he hecho a otras. Las que no protestan, las que no tiene voz y voto. Las que se creen mi mamá. Esas mujeres. Las esposas de mis amigos. Las maestras de mis hijos. Las amigas de mi mujer. Mis ex. Las que me enseñan los calzones cuando subo las escaleras o se bajan del coche, las que espiaba de niño y sigo espiando. Esa mujeres. Por ellas vivo.
4) Todas las noche llega a la siete en punto y cierra los ojos. Se suceden entonces cuatro, cinco, diez canciones de José José. Todos los miramos de soslayos. Nadie se atreve a despertarlo. La copa está por terminársele. Tal vez por eso no la suelta, como si no fuera a ir. De pronto abre los ojos, levanta el brazo y brinda con el primero que pasa a su lado. Yo he querido ser este hombre. Un príncipe dueño de nada y a cuya salud alguien bebe.
5) En las cantinas he hecho algunos de mis mejores amigos. Tipos como yo, que eructan en tu cara y se quedan dormidos a la mita de la conversación. Fulanos deseos que casi carecen de un nombre y dan gracias a Dios porque el día anterior no los atracó la policía o los chavos banda. Que miran en torno suyo una y otra vez, tratando de encontrarse una mirada de un mujer comprensiva y cariñosa, acaso dulce. Pero nunca, nunca por favor, con el ánimo de provocar a nadie. Hombres sin seña particular alguna que observan atentamente el piso, los rincones hasta el último reducto donde sea posible hallar un billete para beberse otra copa. Individuos como yo. Exactamente de la misma calaña. Gente que solo espera de los demás que no se metan con su persona y, si no es mucho pedir, un leve, levísimo roce de respeto.
6) Cuando le sirve a uno la copa, nunca sabe si será la última. Eso pienso siempre. Sobre todo con la primera. Tal vez porque estoy sereno. Tal vez por que intuyo lo que significa beber. No sé. Veo el vaso. Lo miro. Le doy un sorbo y lo miro a contraluz. Veo los brillos en el cristal. Cómo titila el liquido. Como si estuviera vivo. Cuando llevo la mitad empiezo a sentirme mejor. Es decir, desaparece esa sensación. Me despejo completo. Nadie me presiona cuando bebo. Nadie me incita a beber. Siempre he pagado mis tragos. Quizá sea por eso. Porque he establecido un pacto con el alcohol. A ver quién tumba a quién. Caerme muerto. E inevitablemente esta a punto de vencerme. Que ese mentado trago será el último.
7) Me dijo aquel hombre: “Por lo único que vale la pena embriagarme y dejar que el alcohol lo embrutezca a uno, por lo único que un ebrio siempre será superior a un abstemio , es porque el ebrio siempre podrá dejar plantada a su esposa en la cama. O a cualquier mujer. Podrá cortejarla y decirle que la amará esa noche. Podrá llevarle flores y regalarle una esmeralda del tamaño de una canica y cuando menos se lo espere podrá darse el lujo de quedarse dormido en la cama, roncando como un bendito. Eso, justo eso, precisamente eso, nuca podrá hacerlo un abstemio. Siempre tendrá que cumplirle a su mujer o a cualquier mujer. Es lo único que nos pone a los ebrios a la altura de las mujeres. Porque ellas hacen eso con nosotros cuantas veces quieren. Por más que piense que las domina. No se atreverá a quedarse dormido, salvo que corra el riesgo de que le digan poco hombre. Sólo por eso existe el alcohol, existen las cantinas y existimos los borrachos. Por hacerles pasar un mal rato a las mujeres. Y si se puede desde la noche de bodas, mejor”. Eso dijo aquel hombre y yo mantuve cerrada la boca. Nada dije a favor o en contra. Después de todo, mi interlocutor era un hombre entero, firme, a quien las bromas perecían no irle muy bien. Por algo lo diría. Me preguntó mi opinión, y antes mi silencio argumentó que yo era un pusilánime. Pagó y salió como un alarido.

Les recomiendo que lean “ Un Hilito de Sangre” por Eusebio Ruvalcaba, esta muy chido.

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